En mi juventud odiaba los días lluviosos. Me ponía triste y melancólica. Sentía como si las nubes oscuras envolvieran mi corazón. Mirando por la ventana, las gotas de lluvia que corrían por los cristales me parecían como las lágrimas que rodaban por mi rostro. Me disgustaba mojarme aun usando sombrilla (yo no tenía auto). No me gustaba ver todo mojado: la calle, los carros, la gente, las flores, la grama...
Sinceramente no me gustaba la época lluviosa.
Unos años más tarde, desde que tuve mi encuentro personal con Dios, mi mente cambió. Me di cuenta que la lluvia era bendición. Las plantas se alegraban, la tierra cobraba vida. Las gotas de lluvia sobre las hojas y flores lucían como diamantes. Después de la lluvia todo volvía a ser como antes.
Ahora disfruto un día lluvioso. Descubrí que detrás de esas nubes grises hay un sol que brilla y un cielo azul, ocultados temporalmente.
Detrás de las tormentas de nuestra vida siempre está Dios, el más brillante sol que siempre alumbra y nos da su calor. No más tristeza, no más lágrimas, sólo alabanza y agradecimiento por la bendición de la lluvia. Y si es por la noche, ¡qué placentero es dormir escuchando la lluvia!
Qué hacen ustedes en los días lluviosos?
Me gustan también las mañanas neblinosas. El paisaje con neblina tiene para mi cierto encanto. Es bello descubrir poco a poco lo que hay detrás de la neblina cuando ésta va disipándose con los primeros rayos de sol.
Cierta vez estaba yo en una montaña sobre el Lago de Atitlán, en Guatemala, mirando a los jóvenes deslizarse por el grueso cable practicando el “canopy”. Del fondo del abismo surgía la neblina semejando bocanadas de humo que ascendían, envolvían el paisaje y se disipaban…¡Algo lindo!
¡Madre Naturaleza es hermosa; creación de Dios, por supuesto!
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